El Caballito Sabio


Había una vez un muchacho, su nombre era Hans, su madre cayó enferma y estuvo moribundo, en el lecho de muerte mandó por Hans, y le dijo:
"Mi hijo, mientras estoy muerta, cuida del caballito blanco que está en el prado con los otros caballos, pon paja fresca en el establo muchas veces, le trae un tentempié o un terrón de azúcar y le acaricia las crines de vez en cuando, os haréis amigos, y no te arrepentirás de ello nunca."
Hans le prometió a su madre hacer lo que hubo pedido.
Entonces murió la madre. Hans estaba muy afligido, después del entierro se consolaba con el caballito, iba a verlo en el prado, ponía paja fresca en el establo, y le traía un terrón de azúcar de vez en cuando.
Pero Hans tenía que ayudar a su padre en el campo, estaba cansado al llegar a casa, por eso se olvidaba de cuidar del caballito. Porque su madre estaba muerta desde un rato, se olvidaba de la promesa que le había dado, descuidaba del animal, y al fin ya no hacía caso al caballito blanco.
Al poco rato se casó el padre de nuevo, ahora había una mujer en la casa otra vez, una madrastra, se mostraba amable con su esposo, pero no soportaba a Hans, porque no era su hijo. Le hablaba en tono brusco, le daba palizas, le insultaba, le daba comidas malas, sopa magra o una corteza de pan duro. Esto le apenaba a Hans, muchas veces se acordaba de que le trataba bien su madre mientras aún vivía. Esto le recordaba lo que ella le había dicho en el lecho de muerte y lo que él le había prometido a su madre. Desde entonces cuidaba otra vez del caballito al que había querido tanto. Siempre que su madrastra le insultaba o le azotaba, iba al caballito, le confiaba sus penas a él, y le acariciaba las crines. Notaba que esto le daba alivio, el caballito estaba agradecido y le miraba a la cara como si fuera su único amigo en el mundo. Porque su padre prestaba crédito a las quejas permanentes que la madrastra profería sobre el muchacho, y muchas veces le reprendía a Hans cuando la madrastra le había insultado y golpeado otra vez.
De esta manera se hacían amigos íntimos el caballito y Hans. Hans se aprovechaba mucho de esto, porque el caballito era mágico, era muy sabio, sabía todo lo que ocurre en el mundo, incluso todo lo que había ocurrido, y hasta todo lo que iba a ocurrir en el futuro. Una vez, cuando el muchacho salió del campo en la noche, el caballito vino al encuentro de él. Hans estaba tan rebosante de alegría que gritó riendo:
"Mi caballito cariñoso, ¿vienes en busca de mí?"
"Sí", dijo el caballito, "porque tengo que advertirte de algo."
"¿Puedes hablar?", le preguntó Hans.
"Lo entiendes", dijo el caballito. "Mientras no era necessario que hablara, me callaba, pero veía y entendía todo, y ahora tengo que advertirte. ¡Cuidado!, en vez de guisar sopa magra, hoy tu madrastra ha guisado crepes. Parecen deliciosas, pero no las puedes comer, porque las ha mezclado con veneno, esperando que caigas enfermo y mueras. Por eso vas a ver que va a servir muy amablemente para que las comas seguramente, pero cuidate de que no pruebes ni un trozito."
El muchacho le dijo gracias por la advertencia al caballito. Al entrar en la casa, su madrastra dijo buenos días amablemente, y le puso en su lugar en la mesa un plato lleno de crepes que parecían deliciosas. Dijo que las comiera inmediatamente, antes de que se volvieran frías. El muchacho vio las crepes deliciosas, olían bien, tuvo ganas de comer, además tenía hambre, pero recordaba la advertencia del caballito, y dijo:
"No, no puedo comer, tengo dolor de vientre."
La madrastra se enfadó porque tuvo mal éxito en su astucia. Olvidó su amabilidad, y dijo:
"Muchachos enfermos deben guardar cama."
Hans fue a la cama, pero comió el pedazo de pan que la mujer hubo dejado y que hubo cogido a escondidas.
Inventó otro ardid la mala madrastra. Coció gofres en el horno que parecían aun más deliciosos que las crepes. Pero había mezclado la masa con veneno, y por eso el caballito fue al encuentro de Hans cuando llegaba a casa del campo en la noche.
"¡Atención!", dijo el caballito. "La madrastra va a servir gofres que parecen deliciosos, pero no puedes comerlos, porque si probaras un solo trozito, caerías enfermo y morirías."
Sin embargo, la madrastra había visto la amistad entre el caballito y Hans, y seguido la pista del caballito para ver por qué iba al encuentro de Hans. Escondida tras un arbusto, escuchó la conversación, y ahora oyó todo. Rumiaba un medio para deshacerse del caballito que la delataba, y después coger a Hans en su telaraña. Pensaba largo tiempo, y al fin había inventado algo. Una mañana se echó en la cama, gemió y se lamentó, y a su esposo le aseguró que estaba enferma de muerte y que fiebres le comían el interior del cuerpo. El esposo fue al trabajo como siempre, pero cuando volvió en la noche, su mujer gemía y se lamentaba aun más y dijo que había un solo remedio para bajar las fiebres: tenía que seguir acostada por unos días, envuelta en la piel de un caballo.
El hombre no lo creyó inmediatamente, pero su esposa dijo que estaba convencida, y le echó en cara reproches de que no daba nada por ella y no le interesaba que estaba enferma y que iba a morir. Dijo el hombre que no tenía una piel de caballo, pero ahora contestó la mujer que en tal caso podía matar a algún caballo, y tenía que coger al caballito pequeño, porque no valía tanto que los caballos grandes. Al fin el esposo se dejó convencer y prometió que iba a matar al caballito mañana.
Sin embargo, el caballo que descubría todo lo que pasaba en el mundo, ya había descubierto incluso este plan. Fue al encuentro del muchacho cuando del campo volvía a casa, y dijo:
"Tu madrastra le ha persuadido a tu padre a matarme mañana. No te preocupes. Cuando te pregunten si pueden matar tu caballito, puedes llorar y suplicar que me dejen vivir, pero al fin puedes decir que cedes porque lo quiere tu padre. Escucha bien, a medianoche salta de la cama, sal de la casa furtivamente y me espera cerca de la puerta del establo. Yo vendré, entonces tienes que montar a mí, y vamos a correr mundo."
Hans hizo todo lo que le había mandado el caballito. Lloró y suplicó que dejaran vivir al caballito. Sin embargo, la madrastra se alegraba de su tristeza, y su padre insistía que fuera matado el caballito.
"De acuerdo", dijo Hans al fin. "Porque lo quiere papá."
En la cama esperaba hasta que la campana sonó doce veces. Entonces se levantó de la cama, salió de la casa furtivamente, y corrió a la puerta del establo. Vino del establo el caballito sabio.
"Monta a mí rápidamente", dijo.
Hans lo hizo y se fueron al trote de prisa.
No lo habían notado el hombre y su esposa mala, pero en la mañana siguiente no encontraron al muchacho.
"Lo busca en el establo", dijo la madrastra. "Es probable que esté allí para despedirse del caballito."
Fue el hombre al establo, pero no encontró a Hans, ni al caballito. Al oirlo la mujer, se enfureció tanto que olvidó mantenerse enferma. Saltó de la cama, pateó, y gritó: "¡Se han largado!"
Primero estaba estupefacto el hombre, pero poco después comprendió que su esposa había mentido y que se había mantenido enferma para obtener la muerte del caballito y herir al muchacho. Ahora estaba contento de que el caballito hubiera escapado de la muerte, pero le daba pena que su esposa con sus malas jugadas hubiera ahuyentado al muchacho de la casa.
Mientras tanto, el caballito seguía trotando por toda la noche con el muchacho en el lomo. Al descansar al lado de un arroyo, dijo el caballito: "Tantea en mi oreja izquierda y saca el peine que está dentro. Tienes que peinarte el cabello con este peine."
Tanteó Hans en la oreja izquierda del caballito, y de verdad sacó un peine, con el que se peinó el cabello, que se volvió largo y suave y comenzó resplandeciendo. Hans se vio reflejado en el agua, y vio que su cabello se hubo vuelto largo y hermoso.
"Ahora te he dado cabello de oro", dijo el caballito, "y esto va a traerte buena suerte. Monta a mí otra vez."
Montó Hans al caballito y seguían andando, el caballito trotaba por muchas horas. Corrían por un bosque grande. Al llegar al borde del bosque, vieron a lo lejos una ciudad magnífica.
"Bueno", dijo el caballito, "salta de mí. Por supuesto tienes que hacer algo para ganarnos la comida. Yo voy a decirte lo que tienes que hacer para encontrar la dicha. Tantea en mi oreja derecha. Vas a encontrar un trapo con el que tienes que cubrirte la cabeza, porque no puedes permitirle a la gente que vea tu cabello de oro."
Sacó Hans de la oreja derecha del caballito el trapo. Se cubrió la cabeza con el trapo y escondió sus mechones de oro.
"Además", dijo el caballito, "no puedes hablar de mí nunca. Ahora tienes que ir al palacio del rey y encorporarte en la corte. Pero no olvida traerme la comida todas las noches. Porque yo no puedo acompañarte. Me quedo aquí al borde del bosque."
Hans dejó al caballito en el bosque. Fue a la ciudad y se dirigió al palacio del rey. Lo contrataron como mozo de cuadra, porque por casualidad necesitaron a tal mozo. Tenía que lavar y cepillar a los caballos, y le contentaba al jefe de cuadra. Después de que recibió el pan de noche, lo llevó al bosque para compartirlo con el caballito. Comieron juntos, y le preguntó el caballito:
"¿Todo ha ido bien?"
"Sí", dijo Hans, "soy el mozo de cuadra."
"No", dijo el caballito, "no puedes seguir siendo el mozo de cuadra. Mañana tras cepillar y lavar a los caballos, tienes que ensuciarlos."
"Espero que yo salga bien librado", dijo Hans.
"Haz lo que te hube dicho", dijo el caballito.
Hizo Hans lo que le había dicho el caballito. Tras cepillar a los caballos el día siguiente, los ensució. Vino el jefe de cuadra, y se enfureció. Cogió un látigo y le dio un latigazo al mozo. Lo vio el cocinero del palacio, y se compadecía de Hans.
"¿Por qué estás maltratando al mozo?", gritó.
"Fue su propia falta", dijo el jefe de cuadra. "Primero lava a los caballos, y después los ensucia."
"Dame al mozo", dijo el cocinero. "Puedo emplearlo."
Así Hans fue a parar en la cocina, que le gustaba aun más que la cuadra. Le iban a dar los restos de la comida todas las noches, y además el pan de noche que podía llevar y compartir con el caballito.
"¿Todo ha ido bien?", le preguntó el caballito.
"Sí", dijo Hans, "ahora soy el mozo de cocina. Me gusta aun más que la cuadra."
"No", dijo el caballito, "no puedes seguir siendo el mozo de cocina. Mañana tras fregar los platos, tienes que ensuciarlos."
"Entonces van a darme un latigazo otra vez", dijo Hans.
"No te preocupes", dijo el caballito, "porque serás indemnizado."
Hizo Hans lo que le había dicho el caballito. Tras fregar los platos el día siguiente, los ensució. Lo vio el cocinero. Cogió un atizador y le dio a Hans una paliza fuerte. El muchacho gritó y gemió. Pasó el jardinero y lo oyó.
"¿Por qué estás maltratando al mozo?", gritó.
"Porque hace el gamberro", explicó el cocinero. "Primero frega los platos, y después los ensucia."
"Dame al mozo", dijo el jardinero. "Puedo emplearlo en el jardín."
Así Hans fue a parar en el jardín con el jardinero. En la noche recibió el pan de noche, y fue al caballito.
"¿Todo ha ido bien?", le preguntó el caballito.
"Ahora soy el mozo de jardín", contestó Hans. "Me gusta mucho."
"Tienes que hacer que te quedes con el jardinero", dijo el caballito.
Estuvo contento Hans, quien no quería cambiar de colocación ni mucho menos.
Se quedaba Hans con el jardinero. El empleo le gustaba mucho, y el jardinero estaba contento del mozo. Todas las noches, Hans compartía con el caballito el pan de noche.



El rey tenía tres hijas. Al cumpleaños de la hija más joven, Hans hizo un ramo de las flores más hermosas en el jardín, así que le sorprendió al jardinero. La princesa no había visto un ramo de flores tan hermoso nunca. Le mandó a un sirviente preguntar ¿quién lo había compuesto? Cuando aprendió que lo había hecho el mozo de jardín, citó al muchacho. Le dijo a Hans muchas gracias por las flores hermosas, le miró a los ojos largo tiempo, y se le mostró muy amable. Le preguntó ¿por qué llevaba un pañuelo? No lo pudo contar Hans sin hablar del caballito sabio, y porque el caballito se lo había prohibido, Hans se calló. La princesa creyó que el muchacho estaba tímido y le dijo que se fuera. En la noche, Hans le contó al caballito todo lo que había ocurrido, y dijo el caballito:
"Muy bien. Mañana por la noche, tras traerme la comida, tienes que regresar al palacio y a medianoche peinarte el cabello en el jardín bajo la tercera ventana del balcón."
Obedeció Hans como siempre. La noche siguiente en el jardín del palacio, bajo la tercera ventana del balcón, desenvolvió el pañuelo, movió el cabello hacia atrás y lo peinó. Se asustó el mismo, porque el resplandor de su cabello iluminó la noche.
La joven princesa acabó de entrar en su dormitorio y lo vio milagrosamente iluminado por una luz que parecía venir desde fuera. Corrió a la ventana del balcón, lo abrió sin hacer ruido, subió al balcón prudentemente, y miró hacia abajo.
Vio al mozo de jardín, con el pañuelo a su lado, peinandose el cabello. La princesa estaba conmovida al ver que el cabello del muchacho era de oro purisimo. Desde entonces, nunca más olvidaba la imagen del mozo de jardín.
Entonces un rey extranjero le declaró la guerra al padre de la princesa, porque ese rey extranjero quería hacerse aun más poderoso. Invadió el país con su ejército. Todos los ciudadanos que podían llevar armas se incorporaron en el ejército de la patria para liberarla del enemigo. Incluso todos los hombres combativos del palacio montaron a caballo y fueron al encuentro del enemigo. Hans quiso participar, pero ya no había otro caballo aparte de un animal viejo y cojo al que habían dejado en el establo. Pudo Hans tomarlo, pero dentro de poco se quedaba atrás y andaba con dificultad en el jamelgo. Así llegó solo al borde del bosque, y estuvo perplejo al ver al caballito perfectamente ensillado y aparejado con armadura completa y espada incomparable para su amigo.



"¡De prisa!", dijo el caballito.
Se bajó Hans del cojo jamelgo, lo ató de un árbol, se puso la armadura hermosa, y montó al caballito. Tras quitarse el pañuelo, el cabello de oro ondeaba al viento, y Hans andaba volando como una flecha. Así llegó al campo de batalla, donde el ejército enemigo dominaba y hacía huir al adversario.
"Sopla a la manija de la espada", dijo el caballito.
Obedeció Hans sin vacilar y, como si hubieran surgido del suelo, había soldados, infantería y caballería, tan muchos que estaba lleno el campo de batalla. Al frente de todos, Hans manejaba su espada. En el caballito rápido se abría paso entre los enemigos que caían a la izquierda y a la derecha. El ejército que lo seguía al fin forzó al enemigo que se retirara con prisa excesiva.
"Sopla al otro extremo de la espada", dijo el caballito.
Lo hizo Hans, y al mismo momento había desaparecido su ejército.
Cayó la noche y fueron depuestas las armas hasta el día siguiente.
El rey estaba perplejo por lo que había pasado. Quería citar al líder del ejército triunfante, pero Hans ya se había ido a escape en su caballito, y los caballeros que lo perseguían no podían cogerlo. Volvió Hans al borde del bosque, saltó del caballito, escondió la armadura y la espada, se puso el pañuelo otra vez, montó al jamelgo, y fue al palacio. Se rieron de él los soldados del rey al verlo acercandose en el caballo cojo. Hans se callaba. Siempre que los soldados contaban sobre el líder valeroso del ejército, fingía estar tan asombrado como los otros.
Al día siguiente pasó lo mismo. Hans quería participar en la batalla, y pidió un caballo, pero en el establo ya no estaba ningún caballo aparte del cojo jamelgo. Los jinetes pasaron a Hans para dejarlo atrás y le preguntaron burlonamente si iba a estar en el campo de batalla a tiempo para ver el desenlace. Sin embargo, en cuanto llegó al bosque, de prisa se puso la armadura, cogió la espada, se quitó el pañuelo, y montó al caballito que se fue al trote rápido como el viento. Cuando llegó al campo de batalla, otra vez ya se entremetía triunfante el enemigo.
"Sopla a la manija de la espada", dijo el caballito.
Lo hizo Hans, y otra vez allí estaba el gran ejército como al día anterior. Bajo mando de Hans asaltaron al ejército enemigo que estaba marchando sobre ellos y le impedieron avanzar. Hendían y golpeaban, y dentro de poco comenzó a retirarse el enemigo. Vio el rey que le ayudaba el mismo ejército que había vencido ayer, pero no lo comprendía y se preguntaba cuál monarca amigo le había enviado estas valientes tropas auxiliares. Al caer la noche estaba expulsado el enemigo, y el caballito le dijo a Hans:
"Sopla al otro extremo de la espada."
Lo hizo Hans, y al mismo momento había desaparecido todo su ejército. El caballito andaba al trote sobre el campo vacío, con en la silla Hans, cuyos mechones de oro revoloteaban en el viento. El rey mandó perseguir al jinete rápido, pero nadie pudo alcanzarlo antes de que llegó al bosque. Escondió la espada y la armadura, y fue a casa en el cojo jamelgo. Otra vez todos se burlaban de él y entendió el cuento de que unas valientes tropas extranjeras habían acudido en ayuda para derrotar al poderoso enemigo. Contó el rey que el valeroso líder del ejército extranjero tenía cabello largo y ondulado que brillaba como oro bajo el sol. Lo oyó la princesa más joven, se asustó, se le ocurrió que tal vez el mozo de jardín fuese un príncipe disfrazado, quien hubiese acaudillado a las tropas de su propio país. Más tarde, cuando estaba mirando a Hans, ya no podía creer en su propia idea, porque el mozo de jardín parecía un muchacho de a pie que se callaba por timidez siempre que se le preguntaba algo. Sin embargo, le parecía que no había visto un rostro tan noble y cariñoso nunca, y pensaba en el secreto de su cabello.
El día siguiente se desarrolló al igual que los dos días precedentes. Hans no se dejaba amilanar por la borla de los demás, otra vez montó el cojo jamelgo, y anduvo al borde del bosque con dificultad tras los jinetes que se precipitaban hacia adelante. Un poco más tarde, vino del bosque en el caballito rápido con espada desenvainada y cabello ondeando al viento. Al llegar al campo de batalla, vio lo grande que era el peligro. El enemigo poderoso ya había penetrado las filas últimas del adversario y capturado al rey. Dijo el caballito:
"Sopla a la manija de la espada."
Obedió Hans en seguida y bajo su dirección su ejército ya estuvo asaltando al enemigo, al que sus valientes tropas atacaron repetidas veces. Hans hendía y derribaba a todos los que le ponían obstaculos, y penetró con sus soldados las filas últimas del ejército enemigo. Liberó al rey con valor despiadado. Sus tropas irresistibles al fin ahuyentaron al enemigo desintegrado. Estaba decidida la batalla y ganada la guerra.
"Sopla al otro extremo de la espada". dijo el caballito.
Lo hizo Hans, y habían desaparecido todos sus soldados. Montó al caballito que se fue volando.



El rey mandó dar la alarma, sus soldados tenían que cercar al héroe fugitivo, sea quien sea, y traerle al hombre que ya le había prestado ayuda tres veces y le ganado la victoria. Vio Hans que estuvo cercado por sus perseguidores, pero cerca del rey estuvo abierto un paso. Corrió hacia este paso y lo pasó a escape. Sin embargo, el rey estaba allí con espada desenvainada, y le dio un golpe para herirlo y parar su huida. Pero no se paró el caballito. En el bosque, Hans se quitó la armadura y escondió su cabello bajo el pañuelo. Llegó a casa en el cojo jamelgo. En el palacio había una fiesta por la victoria en la batalla. Sin embargo, la princesa más joven vio que Hans estaba herido y le dio su tisú, en el que estaba bordado su nombre, para vendarse la herida.
El rey no podía enterarse de quién era el heróe que le había ayudado y restituido la libertad. Quería saberlo a cualquier precio. Por eso mandó anunciar en todas partes del país y en reinos extranjeros el aviso de que quien se había herido la pierna podía casarse con una hija del rey a elección y recibir la mitad del reino, y incluso del otra mitad después de la muerte del rey, pero tenía que presentarse en la armadura en la que el desconocido había desaparecido de la batalla. Se presentaron candidatos de todas clases desde todo el país y siete reinos cercanos. Algunos se hirieron la pierna izquierda, otros la pierna derecha, para recibir a la princesa y ser rey de la mitad del reino. Pero en vano, porque nadie podía mostrar una herida que estaba ajustada a la espada del rey. Entonces el rey mandó que todos los que vivían en el palacio y habían participado en la batalla fueran examinados. Pero después de que los examinadores habían examinado a todos los demás, aun no habían decubierto al heróe. No habían citado al mozo de jardín, porque no había llegado al campo de batalla en su cojo jamelgo. Pero el rey había dicho que todos los que habían participado fueran examinados, y no quería perderse ni la minima posibilidad. Por eso insistía en que Hans se desnudara las piernas ante él. Citaron a Hans. En la sala donde compareció ante el rey, estuvieron incluso las tres princesas. Al ver a Hans entrando, las dos mayores le dieron con el codo a la más joven, se rieron y se burlaron: ahí está el mozo de jardín que la había honrado con un ramo de flores tan hermoso porque la amaba en silencio, por cierto era el invencible heróe en el cojo jamelgo, y seguramente iba a ser su esposo. El rey le saludó a Hans.
"De cualquier modo, ha usted participado en la batalla, por eso tiene que desnudar las piernas ante mí."
Los al lado del rey le hicieron a Hans una seña que obedeciera al rey. Pero dijo Hans:
"Tengo una lesión en mi pierna, porque me lesionó un tronco de árbol al pasarlo en mi cojo jamelgo."
"¿Lo oyes?", le dijeron las dos princesas mayores a la más joven.
"No importa", dijo el rey. "Desnude la pierna. Podemos distinguir entre una rozadura y una cortadura."
Ahora Hans le obedeció al rey. Todos vieron el tisú con las letras bordadas que formaban el nombre de la princesa menor. Las dos princesas mayores se burlaron de su hermanita aun más, y casi todos los presentes comenzaron riendose. Sin embargo, el rey soltó el tisú, vieron todos la herida en la que se podía bien ajustar el filo de la espada. Hans estuvo tan confuso que se soltó el pañuelo, y vieron todos el cabello ondulado que brillaba tanto que iluminaba la sala entera como si hubiera entrado el sol. Todos estuvieron perplejos. Dijo el rey:
"¡No es usted el hombre por quien todos nosotros le tomabamos!"
El rey le mandó a Hans presentarse ante él en la armadura que llevaba en el campo de batalla, y explicó:
"Porque es usted el héroe que nos dio la victoria y me libró de las manos del enemigo, recibe la mitad del reino y puede casarse con una princesa a elección."
Pidió Hans un poco de aplazamiento, tenía que estar en el bosque por un rato, pero iba a volver pronto.
Se fue. En el bosque se quitó los vestidos de mozo de jardín, y los tiró, porque ya no los necesitaba. Le contó al caballito lo que había pasado, y dijo el caballito que ya lo sabía. Entonces le preguntó al caballito a cuál princesa tenía que elegir.
"Tienes que elegir a la princesa más joven", dijo el caballito. "Ella es la más amable, y sus hermanas se reían de ella por tí."
Se puso Hans la hermosa armadura y montó al caballito. Al entrar en la ciudad por las puertas como un príncipe, con su hermosa armadura y su cabello ondulado de oro, vio que estaban puestas las banderas en todas las casas. Vitorearon todos los hombres y sonaron todas las campanas para honrar al héroe sin par, quien los había llevado a la victoria, y librado al rey de las manos del enemigo. El rey y toda la corte le vinieron al encuentro, y el rey le preguntó a cuál princesa había elegido.



"La más joven", dijo Hans. "Sus hermanas se reían de ella por mí, y me encanta más."
Celebraban las bodas durante catorce días. Construyeron un estable especial para el caballito. Después de las bodas, Hans fue en un coche real de seis caballos a su suelo natal para recoger a su padre, cuya dicha por volver a ver a su hijo perdido no se puede describir. Mientras tanto, la mala madrastra había incurrido en fiebres verdaderas y fallecido envuelta en la piel de un caballo que habían matado para curarla. Hans regresó con su feliz padre al palacio en donde su nueva esposa estaba esperando. Cuando el rey abdicó el trono, Hans recibió la otra mitad y llegó a ser rey del país entero. La fama del rey invencible con el cabello de oro penetraba en siete veces siete reinos. Reinaba justamente, todos lo querían y respetaban, y por eso reinaba la paz en su reino para siempre.


(Gran Libro de Cuentos de Margriet: narrado de nuevo por Antoon Coolen, traducción por Hendrik Reuvers)

home